domingo, 27 de junio de 2010

L'hypothèse du tableau volé (Raoul Ruiz, 1979)

Me escama mi incapacidad para encontrar sinónimos de “película”. Puedo hablar de cinta, metraje, filme u obra, pero no todas pueden usarse de la misma forma.

Me enfrentaba a esta obra de Raoul Ruiz con la advertencia de que iba a experimentar algo parecido a una tortura medieval, que sería imposible mantenerme despierto durante la escueta hora de metraje de la que cuenta y que la densidad de lo que pretende contar apabulla de tal forma que se hace necesario poner el cerebro en remojo al menos un día completo después de su visionado. De lo que me he dado cuenta es de haber visto una magnífica película y un ejemplo modélico de elección perfectamente coherente con las intenciones de la asignatura, si es que mi intuición sigue funcionando.

Hay tantos hallazgos a lo largo de “La hipótesis del cuadro robado” que se hace complicado el acto de recordarlos y estructurar un escrito acerca de ella sin la necesidad de volver al relato para extraer pasajes completos, pues muchas de las claves que se pueden desgranar en una crítica sobre el filme, gran parte del trabajo del crítico, están expresadas a través de la figura del coleccionista, figura autoritaria (nos impactan de pronto sus vastos conocimientos y el tono sentencioso de sus argumentos) que incluso se pone en entredicho a lo largo de la película a través de un enfrentamiento dialéctico con la otra narración, la que existe detrás de las cámaras, la del supuesto documental. En un momento tremendamente gracioso, el coleccionista se queda dormido mientras explica a la cámara y la voz de la narración o la del cámara (no me queda muy claro) continúa el discurso de éste entre susurros, lo cual abre la puerta a la duda acerca de la condición real del coleccionista. ¿Son sus argumentos propios o es un simple reproductor de algo que ya existe escrito en un guión? Ruiz juega al despiste y extrapola el juego de espejos al cual se hace referencia como posible mecanismo de unión entre las partes del relato común que forman la serie de siete cuadros de Tonerre (una de las múltiples interpretaciones posibles de un mismo enigma) a la estructura del relato fílmico, lleno de falsas pistas, alusiones de distinto origen, el desconcierto creado por la ausencia de piezas… Básicamente refleja los mecanismos y procesos de la construcción de sentido en un relato fragmentario, la hipótesis del cuadro robado no versa tanto sobre el misterio de su desaparición ni de lo que alude o muestra su ausencia sino sobre la importancia de la capacidad de abstracción sobre lo simple, sobre el gesto.

Más que la búsqueda de nexos que completen un fresco con total sentido, con todas las partes atadas en la cabeza, el triunfo de la lógica, la satisfacción de la desaparición del desconcierto no es tal satisfacción en sí (¿merece la pena tal esfuerzo?) sino una invitación a la desaparición del relato en la memoria, una vez que ha cumplido su función de estimular nuestra necesidad de historias. Una oda, por tanto, al cine libre de fórmulas y estructuras asfixiantes. La solidez rematada sin enigma condena al olvido. Desviar la mirada al gesto, en contraste con la sobreexposición abrumadora.

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