miércoles, 30 de junio de 2010

Deathtrap (Sidney Lumet, 1982)

Érase una vez una película enamorada de su propia estructura. Las estructuras metanarrativas no son nada nuevo, ni Ira Levin ha inventado la rueda, éste es un ejemplo más de formalismo por puro formalismo. Utilizando los mecanismos del género policíaco negro (el manido whodunit), Lumet articula un filme que tiene más que ver con la representación del teatro filmado que con una película que de verdad aproveche las posibilidades del medio cinematográfico.

Los planos generales, invocando la perspectiva que puede tener el público desde las butacas del patio del teatro y la construcción de un set sin puertas apenas, pone de manifiesto la voluntad teatral de la película, amén de la reflexión metanarrativa en forma de un relato que se va construyendo conforme los personajes lo escriben e interpretan. Cada una de las acciones están anticipadas mediante diálogos declamados de forma intensa y altiva, como intentando alcanzar el umbral de escucha de los espectadores de la última fila. El artificio es por tanto, evidente.

Y como se trata de forma por la forma, la frialdad más absoluta y el desinterés acaban dinamitando el propio ritmo de la película, cuando ésta se introduce en una espiral infinita de giros narrativos con la certeza de estar sublimándose a un juego meramente estructural, sin más implicación emocional que la del escritor maravillado con su capacidad de retorcer un argumento de la manera más barroca posible. Tanto Sidney como Clifford lo saben y aceptan las reglas del juego, son meras marionetas ensimismadas con su capacidad de adaptación a las convenciones del policíaco. En todo momento son conscientes del espacio temático en el que se mueven y esta certeza de saber más que el espectador, de saber dónde tienen los ases escondidos, repercute en la imposibilidad de identificación con alguno de los dos protagonistas y en el distanciamiento más absoluto, que no es una mala estrategia, desde luego, ni algo significativamente carente de posibilidades. El problema aparece cuando más allá del juego estructural y el guiño al espectador no se divisa horizonte alguno, o algún resquicio de cine, de aprovechamiento de las posibilidades del cinematógrafo.

El estilo de Lumet, contenido y sobrio, directamente es diluido en la planicie más absoluta en una obra que evoca al teatro filmado, tanto en fondo como en forma. Incluso los insertos propios de las características del cine (primeros planos, planos detalle) impactan en la retina como hachazos, crean discordancias equivalentes a la que la que establece la banda sonora (que advierte desde el principio del carácter socarrón de Deathtrap).

Cuando el quinto acto (el filme está construido a través de una serie de claves que se desgranan al comienzo en una conversación con esa mujercita histérica que haría que borrara el DivX ipso-facto de no tener la obligación de verlo para la crítica que nos ocupa) describe la enésima lucha entre escritores, la sensación de haber establecido un paralelismo con el público del teatro de la primera escena de la película es la revelación final de Deathtrap. El punto de identificación llega a través del hastío y el sonoro abucheo. Por fin la película ha dejado un residuo en mí.

domingo, 27 de junio de 2010

Your Name is Justine (Franco de Pena, 2005)

Película que desconocía por completo y es algo francamente comprensible, al igual que desconozco el 99% de las películas que emiten en la sobremesa telefílmica de Antena 3.

Dirigida por el venezolano Franco de Pena, o Peña, el film comienza con una tensa escena en una especie de escuela de carnicería, cuya rectitud académica hace recordar a una suerte de regimiento militar. Puestos en contexto, las primeras impresiones parecen dirigir al humor seco y con tintes surrealistas de cierta cinematografía del Este, o incluso los países nórdicos (la figura de Roy Andersson se me viene a la cabeza por algún extraño motivo, el estilístico no, desde luego). Pero pronto nos damos cuenta de que “Your Name is Justine” no va a seguir esos derroteros, de hecho parece no decantarse por ninguna vía, pues durante todo su metraje se va a establecer un periódico cambio de tono narrativo cada 10 minutos. Así pues, navegamos entre la comedia seca, el melodrama amable, el giro terrorífico, el thriller, el drama extremo con ínfulas de denuncia social, un homenaje a MacGyver, más drama, hastío, inmersión en el convencionalismo más absoluto, la aparición de la estrella europea de turno para vender la película fuera de Polonia, la vuelta al thriller y por fin, las reflexiones cursis delante de una playa desierta con la mirada puesta en el infinito.

Si algo sostiene el interés en “Your Name is Justine”, es la utilización de un recurso extremadamente facilón, aunque no por ello menos legítimo: sostener el peso dramático del film en el rostro de una esforzadísima actriz, a ser posible extremadamente guapa y tierna. El despliegue de facultades de Jale Arikan es tremendo y aguanta con dignidad y naturalidad todas las burradas a las que se ve expuesta durante el metraje de la película. Esfuerzo que resulta en vano por la poca correspondencia que encuentra con los resultados reales de la película y la resolución de ciertas escenas que existen en el conjunto para impactar. Si se pretendía una dura crítica contra la situación de la trata de personas, ésta queda diluida entre intentos de conjuntar la representación de una dolorosa realidad con una vergonzante estilización que ataca las retinas como soluciones artístico-infantiles por parte de Pena/Peña (el piso franco que apesta a diseño de producción con su iluminación calculadamente tétrica y todo, el cabello de Nadenka cayendo a cámara lenta entre copos de nieve,…)

La definitiva caída de “Justine” en su parte final y la constatación final de que existe poco cine y demasiado convencionalismos telefílmicos, constatan la incapacidad de la obra que nos ocupa para imprimir una huella en el espectador (en mi caso, desde luego), en ofrecer una sola imagen perdurable, algo a lo que regresar posteriormente por pura sospecha de que hay superficie sobre la que rascar, en llenar vacíos de forma más significativa que la mera ocupación de su tiempo de visionado. En definitiva, producto de consumo fácil, de bonito envoltorio, con la profundidad de una denuncia social de cualquier telerrealidad de Cuatro.

Perfecta para su aprobación en un festival del nivel del que se celebra en nuestra ciudad.

Moon (Duncan Jones, 2009)

Una de las claves de los que muchos se han apresurado a denominar (Cahiers mediante) “Nuevo cine americano”, es la mirada hacia los modos y las formas del pasado cinematográfico, concretamente los años 70’s en la búsqueda de soluciones a la sobreexposición narrativa, al barroquismo tecnológico y la sobredosis de fórmulas que han llevado al cine comercial actual a la crisis de ideas a la que asistimos (sólo hace falta tener ganas de gastarse dinero en el cine y acabar invirtiendo en otra actividad tras echar un vistazo a la cartelera).

Moon es una película británica según su pasaporte, pero no escapa a la toma de estrategias anterior, apostando por un refrescante (siento el tópico veraniego) minimalismo y una loable sobriedad estilística. En tiempos en los que los responsables de megaéxitos como “Transformers” (Michael Bay, 2007) o “Avatar” (James Cameron, 2009) parecen creer que la verosimilitud del espacio ficticio reside en complejas y apabullantes orquestaciones tecnológicas que resultan cansinos salvapantallas con un ritmo de montaje destinado a satisfacer a críos con TDAH que hayan tomado cocaína con RedBull antes de entrar en la sala, se agradece que Duncan Jones apueste por las cadencias rítmicas suaves, la composición armónica de elementos y un diseño de decorados espectacularmente austero, todo conducido por la excelente partitura de Clint Mansell, de tonos misteriosos a la vez que melancólicos, perfecta sintonización de lo que la historia quiere transmitir, pero el guión no permite.

La premisa es simple, variaciones sobre la vida en soledad en el espacio, las rutinas diarias y los paseos taciturnos por pasillos amplios y pulcros con el café que el amable robot de turno ha preparado. Videoconferencias que acaban perdiendo el sustrato de realidad que “poseen” para convertirse en ficciones imperceptibles de la serie o película que han interrumpido. Hay un gran abanico de películas que han tratado rutinas similares, pero como “Moon” es “Moon” y no es “Solyaris” (Andrei Tarkovski, 1972) ni “2001” (Stanley Kubrick, 1968), aunque el blanco de la nave se parezca, la trama se complica cuando en otra rutina laboral extrayendo alguna cosa lunar que vale dinero, el personaje principal (un excelente Sam Rockwell que sin embargo, en ciertas ocasiones no puede evitar comportarse como Sam Rockwell en muchas otras películas) sufre un accidente, se despierta en una camilla en una sala de la base lunar y se encuentra consigo mismo, lo cual sirve para hacer grandes reflexiones sobre la identidad o la futura despersonalización de las estrategias laborales. Si en “Up in the Air” (Jason Reitman, 2009) el despido se realiza mediante un software de videoconferencia para evitar la confrontación Jefe-Trabajador y su consecuente merma de dignidad, en “Moon”, el apocalíptico vaticinio consiste en la utilización de clones programados biológicamente para morir una vez que han cumplido con su tarea, siempre con la esperanza de volver a casa y seguir viviendo la vida ficticia que aspiran a seguir desarrollando.

Esta reflexión es francamente desgarradora y tiene un potencial infinito para haber compuesto un filme de tintes emocionalmente destructivos que hubieran hecho de “Moon” una rara avis dentro del cine de ciencia ficción (la propia adaptación de Solaris por Steven Soderbergh es un ejemplo magistral de drama espacial modélico contemporáneo), sin embargo la premisa se ve torpedeada por la insistencia en el giro narrativo y la pirueta de guión con base a introducir cierta tensión y suspense que no termina de casar con el relato, o incluso las propias motivaciones del náufrago espacial (gracias, metáfora literaria) anteriormente establecidas por la narración. La desconexión es completa cuando la película se pierde en la llegada de los mercenarios y en ese thriller, me quedo añorando las posibles películas que “Moon” podrían haber sido.

L'hypothèse du tableau volé (Raoul Ruiz, 1979)

Me escama mi incapacidad para encontrar sinónimos de “película”. Puedo hablar de cinta, metraje, filme u obra, pero no todas pueden usarse de la misma forma.

Me enfrentaba a esta obra de Raoul Ruiz con la advertencia de que iba a experimentar algo parecido a una tortura medieval, que sería imposible mantenerme despierto durante la escueta hora de metraje de la que cuenta y que la densidad de lo que pretende contar apabulla de tal forma que se hace necesario poner el cerebro en remojo al menos un día completo después de su visionado. De lo que me he dado cuenta es de haber visto una magnífica película y un ejemplo modélico de elección perfectamente coherente con las intenciones de la asignatura, si es que mi intuición sigue funcionando.

Hay tantos hallazgos a lo largo de “La hipótesis del cuadro robado” que se hace complicado el acto de recordarlos y estructurar un escrito acerca de ella sin la necesidad de volver al relato para extraer pasajes completos, pues muchas de las claves que se pueden desgranar en una crítica sobre el filme, gran parte del trabajo del crítico, están expresadas a través de la figura del coleccionista, figura autoritaria (nos impactan de pronto sus vastos conocimientos y el tono sentencioso de sus argumentos) que incluso se pone en entredicho a lo largo de la película a través de un enfrentamiento dialéctico con la otra narración, la que existe detrás de las cámaras, la del supuesto documental. En un momento tremendamente gracioso, el coleccionista se queda dormido mientras explica a la cámara y la voz de la narración o la del cámara (no me queda muy claro) continúa el discurso de éste entre susurros, lo cual abre la puerta a la duda acerca de la condición real del coleccionista. ¿Son sus argumentos propios o es un simple reproductor de algo que ya existe escrito en un guión? Ruiz juega al despiste y extrapola el juego de espejos al cual se hace referencia como posible mecanismo de unión entre las partes del relato común que forman la serie de siete cuadros de Tonerre (una de las múltiples interpretaciones posibles de un mismo enigma) a la estructura del relato fílmico, lleno de falsas pistas, alusiones de distinto origen, el desconcierto creado por la ausencia de piezas… Básicamente refleja los mecanismos y procesos de la construcción de sentido en un relato fragmentario, la hipótesis del cuadro robado no versa tanto sobre el misterio de su desaparición ni de lo que alude o muestra su ausencia sino sobre la importancia de la capacidad de abstracción sobre lo simple, sobre el gesto.

Más que la búsqueda de nexos que completen un fresco con total sentido, con todas las partes atadas en la cabeza, el triunfo de la lógica, la satisfacción de la desaparición del desconcierto no es tal satisfacción en sí (¿merece la pena tal esfuerzo?) sino una invitación a la desaparición del relato en la memoria, una vez que ha cumplido su función de estimular nuestra necesidad de historias. Una oda, por tanto, al cine libre de fórmulas y estructuras asfixiantes. La solidez rematada sin enigma condena al olvido. Desviar la mirada al gesto, en contraste con la sobreexposición abrumadora.

Aclaración

Las siguientes entradas están realizadas a última hora, deprisa y corriendo, a pesar del tiempo del que he dispuesto para hacer escritos completos y cerrados, no simples esbozos de lo que podrían ser.

jueves, 11 de marzo de 2010

"At the time the experience of listening to something by Wire and PiL was amazing. It was like seeing a Godard film. It was another world where you would get out of the movie theatre. It was a time when the person next door would probably do something amazing, but it wasn’t a commercial competition. There was also a political revolution in Portugal at the same time, where the fascist dictatorship ended and the streets were full of anarchists, communists, and socialists, so from the ages of 13 to 22 I had everything, the music, the cinema, the politics, all at the same time. What this made me see was that John Ford was a hundred thousand times more progressive and communist than so-called left wing documentaries saying things like “film is a gun”, and “change the world”. It was Ozu, Mizoguchi and Ford that were saying that really, you just had to be patient to see it."

Pedro Costa (http://www.littlewhitelies.co.uk/interviews/pedro-costa)

domingo, 7 de marzo de 2010

Ana y los Lobos

La primera práctica a publicar en este blog se trata de una crítica “impresionista”. Cuando me disponía a crear un palimpsesto (bonito vocablo) de imágenes, textos, youtubes, conversaciones de chat, dibujos escaneados y demás elementos de una paella hipertextual sobre la cual extraer una leve idea de una mera impresión si tienes la capacidad de abstracción suficiente como para situar tu mente en tres niveles semióticos a la vez, caí en la cuenta de que el objetivo de la práctica en sí es la descripción de sensaciones.

Me enfrentaba virgen a “Ana y los lobos”, así que cualquier idea preconcebida que pudiera tener sobre ella se desvanece, por lo tanto me es más fácil hacer memoria sobre la mutación de mis impresiones a la vez que el metraje avanzaba.

El contexto situacional de la proyección también influye en la apreciación visceral de una obra así que paso a describir la sensación de las sillas como experiencia sadomasoquista y a la copia proyectada como infecta. La edición en DVD de gran parte del cine español es un tema sobre el que reflexionar seriamente. Que la Criterion norteamericana tuviera que venir a restaurar y poner en el mercado una copia de “El espíritu de la colmena” con unas condiciones de imagen y sonido como la película merece sirve como ejemplo paradigmático de lo que asumo como “En España el cine no importa un carajo”. Aforismo extensible a las condiciones de visionado de la película de Saura, hasta el punto de hacerse ininteligibles al menos el 60% de los diálogos y ofreciendo una paleta de colores tan plana y apagada, que el pobre Luis Cuadrado se hubiera sentido afortunado por volverse ciego.

Fuera de este quejío incesante, asumamos que hemos visto una película detrás del puñado de píxeles, la cual me ha dado las siguientes sensaciones en sentido cronológico: en efecto, extrañamiento inicial; curiosidad, hastío y, finalmente, repugnancia.

Supongo que cierta intención de la elección de esta película reside en la voluntad de crear un debate a lo largo de la reciente comunidad de blogueros críticos establecida acerca de los límites de la representación fílmica y de las consecuencias morales que derivan de ella. El ejemplo más famoso, visto recientemente en otra asignatura, está cristalizado en la reacción de Jacques Rivette ante el travelling sobre la alambrada electrificada de Kapò (Gillo Pontecorvo, 1959), abyección similar a la que sentí al ver la violación final de Ana y los lobos. ¿Cuál es el motivo por el cual Carlos Saura decide torturarnos de la misma forma que los tres lobitos despojan de toda dignidad a la pobre Ana? El giro final ya es lo suficientemente evidente tras las ramas y hierbas muertas que encuadran a los cuatro personajes en un acto bestial, en un plano mucho más sutil y significativo que la ristra cutre de planos “impactantes” más propio de un subproducto “explotation” como I Spit on your grave (Meir Zarchi, 1978). Cuando se abren las puertas de lo latente, pierdes la perturbadora intensidad del efecto psicológico aquello que se percibe pero no se ve, dando entrada al mal gusto y la infantil voluntad de epatar al espectador de la forma más cobarde posible.

Esta tendencia reside en la insistencia por tratar al espectador de gilipollas sin capacidad de relacionar conceptos o de rellenar por sí mismo los huecos por donde la narración respira. ¿No era suficiente la exposición de Ana frente a la muñeca enterrada para que el espectador sospechara la idea de su destino?

Hasta la traca final de repugnancia, la razón de mi hastío se centraba en la excesiva caricaturización de los personajes, hasta el punto de representar arquetipos, y en la insistente simbología obvia y pesada de la que tanto Azcona como Saura (no sé a quién repartir las culpas) se han empeñado en sobrecargar la narración hasta el punto de hacerse ciertamente oscura y críptica a aquella persona que no conozca la Historia de este país.
Sustentar una obra a base de símbolos implica cortarle las alas a la interpretación, dirigirla hacia una única vía, más aún cuando tienes a Saura y Azcona a la vez gritándote por ambas orejas. Como si dejarte sordo implicara también la ceguera para no ver que la película sufre una cojera considerable.

Seguiría escribiendo, pero tengo sueño.

Pánico

He bajado un momento al salón y he contemplado a mi padre viendo "Flandres" de Bruno Dumont. No sé cómo me mirará mañana.

Es una sensación similar a pulsar una tecla al azar en el buscador de google y permitir que la función de autocompletar te descubra ciertas tendencias pornográficas en los gustos de cualquier miembro de la familia.

jueves, 4 de marzo de 2010

Hola

James Benning hizo trampa, usó los keyframes del Final Cut.